miércoles, 8 de junio de 2011

MARIA JOSÉ

"El día que mi hija María José nació, en verdad no sentí gran alegría porque la decepción que sentía parecía ser más grande que el gran acontecimiento que representa tener un hijo. Yo quería un varón. A los dos días de haber nacido, fui a buscar a mis dos mujeres, (mi esposa y mi hija) una lucía pálida y la otra radiante y dormilona. En pocos meses me dejé cautivar por la sonrisa do María José y por el negro de su mirada fija y penetrante, fue entonces cuando empecé a amarla con locura, su carita, su sonrisa y su mirada no se apartaban ni un instante de mi pensamiento; todo se lo quería comprar, la miraba en cada niño o niña, hacía planes, todo sería para mi María José".

Este relato era contado a menudo por Randolf, el padre de María José: Yo también sentía gran afecto por la niña que era la razón más grande para vivir de Randolf, según decía él mismo. Una tarde estábamos mi familia y la de Randolf haciendo un picnic a la orilla de una laguna cerca de casa y la niña entabló una conversación con su papá; todos escuchábamos. 

- Papi, cuando cumpla quince años, ¿cuál será mi regalo?
- Pero mi amor si apenas tienes diez añitos, ¿no te parece que falta mucho para esa fecha?
- Bueno papi, tú siempre dices que el tiempo pasa volando, aun¬que yo nunca lo he visto por aquí.

La conversación se extendía y todos participamos de ella. Al caer el sol regresamos a nuestras casas.
Una mañana me encontré con Randolf frente al colegio donde es¬tudiaba su hija quien ya tenía catorce años. 

El hombre se veía muy contento y la sonrisa no se apartaba de su rostro. Con gran orgullo me mostró el registro de calificaciones de María José. Eran notas impresionantes, ninguna bajaba de veinte puntos y los estí-mulos que le habían escrito sus profesores eran realmente con¬movedores, felicité al dichoso padre y le invité a un café.

María José ocupaba todo el espacio en casa, en la mente y en el corazón de la familia, especialmente en el de su padre. Fue un domingo muy temprano cuando nos dirigíamos a misa, cuando María José tropezó con algo, eso creímos todos, y dio un traspié, su papá la agarró de inmediato para que no cayera. Ya instalados en nuestros asientos, vimos cómo María José fue cayendo lenta¬mente sobre el banco y casi perdió el conocimiento. La tomé en brazos mientras su padre buscaba un taxi y la llevamos al hospital. Allí permaneció por diez días y fue entonces cuando le infor-maron que su hija padecía de una grave enfermedad que afectaba seriamente su corazón, pero no era algo definitivo, que debía prac¬ticarle otras pruebas para llegar a un diagnóstico firme.

Los días iban transcurriendo, Randolf renunció a su trabajo para dedicarse al cuidado de María José, su madre quería hacerlo pero decidieron que ella trabajaría, pues sus ingresos eran superiores a los de él. Una mañana Randolf se encontraba aliado de su hija cuando ella le preguntó:

- ¿Voy a morir, no es cierto? Te lo dijeron los médicos.
- "No mi amor, no vas a morir, Dios que es tan grande, no permitiría que pierda lo que más he amado en el mundo", respondió el padre.
-Los que mueren... ¿Van a algún lugar?.. ¿Pueden ver desde lo alto a las personas queridas? ¿Sabes si pueden volver?
-Bueno hija, en verdad nadie ha regresado de allá a contar algo sobre eso, pero si yo muriera, no te dejaría sola. Estando en el más allá buscaría la manera de comunicarme contigo, en última instancia utilizaría el viento para venir a verte.
-¿El viento? ¿Y cómo lo harías?
-No tengo la menor idea hija, sólo sé que si algún día muero, sentirás que estoy contigo cuando un suave viento roce tu cara y una brisa fresca bese tus mejillas.

Ese mismo día por la tarde, llamaron a Randolf. El asunto era grave, su hija estaba muriendo, necesitaban un corazón pues el de ella no resistiría sino unos quince o veinte días más. i Un corazón! ¿Dónde hallar un corazón?

Lo vendían en la farmacia acaso, en el supermercado, o en una de esas grandes tiendas que hacen propaganda por radio y televisión. ¡Un corazón! ¿Dónde?

Ese mismo mes, María José cumpliría sus quince años. Fue el viernes por la tarde cuando consiguieron un donante, las cosas iban a cambiar. El domingo por la tarde, ya María José estaba operada. Todo salió como los médicos lo habían planeado. ¡Éxito total! Sin embargo, Randolf no había vuelto por el hospital y María José lo extrañaba muchísimo. Su mamá le decía que ya que todo estaba bien, sería él quien trabajaría para sostener la familia.

María José permaneció en el hospital por quince días más; los médicos no habían querido dejarla ir hasta que su corazón estuviera firme y fuerte y así lo hicieron.  Al llegar a casa todos se sentaron en un enorme sofá y su mamá con los ojos llenos de lágri¬mas le entregó una carta de su padre.

"María José, mi gran amor: Al momento de leer mi carta, debes tener quince años y un corazón fuerte latiendo en tu pecho; esa fue la promesa de los médicos que te operaron. No puedes imagi¬narte ni remotamente cuánto lamento no estar a tu lado en este instante. Cuando supe que ibas a morir, decidí dar respuesta a una pregunta que me hiciste cuando tenías diez años y la cual no respondí. Decidí hacerte el regalo más hermoso que nadie jamás ha hecho. Te regalo mi vida entera sin condición alguna, para que hagas con ella lo que quieras, ¡Vive hija! ¡Te amo!".

María José lloró todo el día y toda la noche. Al día siguiente, fue al cementerio y sentándose sobre la tumba de su papá lloró como nadie lo ha hecho, y susurró: "Papi, ahora puedo comprender cuánto me amabas, yo también te amaba aunque nunca te lo dije. Por eso también comprendo la importancia de decir te amo. Y te pedi¬ría perdón por haber guardado silencio".

En ese instante las copas de los árboles se movieron suavemen¬te, cayeron algunas flores y una suave brisa rozó las mejillas de María José. Alzó la mirada al cielo, sonrió sintiendo a su papá a su lado, se levantó y caminó a casa.









Agradecemos esta aportación a Mary Escajadillo

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